Me sentía como en una cueva de múltiples apéndices, haciendo espeleología sin experiencia. Casi no podía ver, sólo sentir: mi cuerpo con su inmenso tacto, barría las paredes de la gruta, desmoronando su tierra sobre mí, enterrándome en una circunstancia en la que ya era el contenido de un hoyo. No me entendía a mí mismo como un ser humano, percibía mi naturaleza más como la de un gusano, con la salvedad de que seguía sintiéndome tosco, pesado y vertebrado. Si bien me arrastraba contrayéndome a mí mismo como un sube y baja entre las grutas, permanecía, no obstante, mi continuo mental, bombardeándome con preguntas que parecían oportunas: ¿cómo es que terminé aquí? Mi último recuerdo, vago y sombrío, me remitía a una condición humana, empero, girando como un rehilete, amarrado de una de las puntas de su estrella de papel que más bien me parecían aspas: aunque giraban por la acción del viento, aquel rehilar se me presentaba como una entidad autónoma, dispuesta a mutilarme si me alcanzaba alguno de los miembros. Tal vez, percibirme como una larva podría significar que sus picos me cortaron despojándome de mis extremidades. ¡Oh, qué desdicha! ¿Qué queda de mí? ¿Qué puedo hacer ahora? Quizá mi larvosidad podría darme tiempo de reconstruir mi mente, apreciando las infinitas virtudes luminosas de la obscuridad. Pensé que, si pudiera elegir, sería mejor haberme convertido en una larva de cigarra, que yacen en el subsuelo durante casi una veintena de años, hasta que emergen a la superficie con su canto rechinante durante máximo un mes, antes de enfrentarse a su prematura finitud. Después de todo, ¿qué importaría vivir apenas unos días en el supramundo si se hace con atención plena, por su facultad para el desarrollo espiritual? Así andaban mis razonamientos, buscando un sentido positivo a lo que identificaba como mi nueva realidad, al tiempo que mi torso culebreaba, escudriñando un conducto que me impulsara hacia afuera, haciéndome recordar mis múltiples contradicciones.
Me revolcaba entre lo que parecían decenas de tuberías con salientes puntiagudos, como de granito y lodo compacto, investigando alguna salida. Avanzaba hasta que, sin siquiera comprender cómo, me atoré con la facilidad con la que lo hace un dedo en la boca de una botella de vino: de un instante a otro, fui incapaz de moverme hacia adelante o hacia atrás, hacia un lado o hacia otro; sólo sentía un constreñimiento exacerbado por ínfimos movimientos, prensados de un estado físico, mental y emocional agonizantes. La desesperación, como si fuese una reina de absoluto poder inmerecido, me sometía contra el suelo y contra mí mismo. El recién ganado entusiasmo por vislumbrar las ventajas de una posible dimensión como larva, se perdían en los abismos de mi pérdida de esperanza por el anquilosamiento involuntario. Fue precisamente esta pérdida la que, de la manera más cruel e inaudita, me hizo comprender lo relevante: no era viscoso. Semejante descubrimiento me sumergía en la más honda de las tristezas al relacionarse directamente con la verdad: no podría sobrevivir. Sólo fui capaz de llorar.
¿Cómo es que terminé aquí? Quizá he sido una víctima infortunada de la catalepsia, y, como no soy nada ni tengo un quinto, aunado a que, con absoluta seguridad tampoco tengo miembros, fui arrojado por pena en una mortaja, vestidura a la medida, a la fosa común. Luego, he despertado en las profundidades, reptando hasta sumergirme en un féretro de tierra contra mi voluntad. Desperté tan confundido que me he creído una lombriz deslizándome hasta mi perdición, inconsciente de la desgracia que me envolvía; peor todavía, no creo en Dios, arrancándome yo mismo la posibilidad de un milagro… Como si me hubiese suicidado, me transformé en un alma en pena, perdida, indigna. El dolor profuso me desgarró el tórax.
Presa absoluta de mi calamidad, vi una luz inesperada que se asomaba como un brillo plateado de entre el mar de lágrimas que me aplastaba. Como si hubiera sido un sablazo me secó las lágrimas, fijando mis pupilas en lo que me pareció el titilar de una vela encendida. Parpadeé una y otra vez queriendo ordenar los datos de mi visión con los de mi entendimiento: sí, es el titilar de una vela encendida. En ese momento, un brío me inundó el alma. Pensé: si pudiera hacerme más pequeño, podría atravesar este túnel que me separa de la luz. Calculé que el recorrido me tomaría unos 12 segundos cuesta abajo. Aunque sin saber cómo respiraba, se me ocurrió que debía soltar todo el aire, lo cual achicaría suficiente mi volumen como para abrirme un pequeño espacio, con lo que sólo debía soportar esa ínfima fracción del espacio-tiempo.
Así pues, me desprendí del apego hacia mi respiración. Me preparé con el espíritu en lo alto, conté hasta tres y exhalé todo el aire que pude. Emprendí el camino con la destreza de un superdotado, avancé lo que calculo fueron cuatro o cinco metros, cuando, de repente, completamente fuera de mi control, inhalé con la fuerza implacable de un tornado, llenándome de aire como si fuese un globo, comprimiéndome ferozmente contra el muro circundante. Incapaz de gritar por el aprisionamiento, movía mis ojos en búsqueda de la luz, con el deseo de que fuera mi última visión. No la podía ver. La mirada nublada, se hacía cada vez más grisácea. Sentía cómo la sangre inundaba mi cabeza por dentro, víctima de una posición desafortunada. Como si un inmenso sueño comenzara a apoderarse de mí, comencé a abandonarme con la certeza de una muerte despiadada. La angustia, inconmensurable como era, yacía, paradójicamente, restringida. ¿Qué importa la muerte de uno si en la vida fue poco más que las circunstancias que se le impusieron? ¡Pobre de mí!, exclamé interiormente, cuando un olor intenso abrazó mi pobre alma: era herbáceo, cítrico, afrutado, cálido, y una palabra se incrustó en mi corazón: “cempasúchil”. Como si su aroma me hubiera bañado de su aceite esencial, me deslicé hasta caer sobre una cama de sus pétalos: amanecí como si no hubiese vivido ningún tormento, con la movilidad mental y motriz de mis anhelos. Ningún dolor, ninguna pena, libre como la cigarra que emerge a la superficie luego de un largo confinamiento. ¡Vida, bendita vida! Reía feliz mientras me levantaba del lecho mirando a mi alrededor; entonces, me reconocí: ahí estaba, al centro de un majestuoso altar; mi mejor retrato, rodeado de luces, así como de coloridos adornos y de deliciosos y tradicionales manjares. Me acerqué impávido: ¿qué más podía pedir?, estoy muerto, pero permanezco profundamente amado.
Fuente de la imagen: Klipartz