Para hablar de la legítima protesta, sirve el debate generado por la forma en la que se llevó a cabo la última protesta en contra de la violencia hacia la mujer, motivada, principalmente, por una presunta violación ejercida por varios policías hacia una joven en la Ciudad de México, misma que, después, perdió solidez con la evidencia de video: acusar a un inocente es, cuando menos, deleznable; bien que, reconocer que sí han existido policías que han abusado de quienes deberían proteger, es fundamental.
Pero el asunto no sólo va en este tenor, sino en la manera en la que muchas mujeres ejercieron el derecho a protestar, que quedó de manifiesto en acciones que llevaron a la destrucción de bienes materiales así como en diversos modos de expresar su ira a través de la violencia física y verbal. Hay que decir que la violencia también se ejerció en contra de mujeres por parte de mujeres, así como de hombres en contra de mujeres, y viceversa.
La marcha provocó un sin número de situaciones, algunas muy complejas de comprender socialmente; otras, totalmente legítimas y, algunas más, de rechazo, crítica e indignación. Es necesario, además, considerar que un sector de los manifestantes pudo no ser genuino en tanto que pudo tratase de infiltrados con objeto de provocar y deslegitimar.
Cuando se trata de comprender una situación como la acaecida, se comete un error básico si se parte de la idea de que son fenómenos que pueden analizarse partiendo del supuesto de los absolutos: o “es blanco” o “es negro”, o “es bueno” o “es malo”, o “es correcto” o “es incorrecto”, o fueron “todas” o “no fue ninguna”; por el contrario, se trata de un hecho con múltiples matices, por lo que, el análisis, está obligado a considerar el suceso como un evento que se constituyó por diversos tipos de causas y efectos. Así, la discusión carece de sentido si se sigue viendo al fenómeno sin admitir las infinitas complejidades intrincadas: ningún fenómeno social puede analizarse como si fuera una amalgama única y uniforme, clara y evidente.
Es posible confiar en que, para la mayoría, no es un tema de discusión la indignación que, por lo menos, causa que, por el solo hecho de ser mujer, puedas ser violada: ¿quién se sentiría a gusto sabiendo que enfrenta ese riesgo por el mero hecho de existir? Hay una frase formidable por parte de Soraya Chemaly, autora y activista feminista, que dice: “Pregúntale a un hombre cuál es su mayor temor acerca de cumplir una condena en la cárcel, y casi inevitablemente dirá que teme ser violado. ¿Qué podemos deducir del hecho de que la cárcel es para los hombres lo que la vida es para tantas mujeres?” (Soraya Chemaly, Rage Becomes Her: The Power of Women’s Anger). Poco se puede agregar a una frase contundente, empero, se puede: es crucial recordar, en la búsqueda por la justicia, que los hombres también son violados, incluso, desde su más tierna edad. Lo que se trata de decir con ello, es que el problema del abuso y la violencia ha hecho de la vida una cárcel para un sector enorme de la humanidad.
Es difícil hablar de un problema de género cuando tanto mujeres como hombres, así como animales no humanos y la naturaleza en general, son víctimas constantes de múltiples formas de violencia, así como de diversos tipos de abusos. Cada día, hay más víctimas de todo tipo de violencia: mutilaciones, torturas, violaciones, asesinatos. El problema parece no ser “la violencia de género” per se. El problema es la violencia y el abuso que el ser humano es capaz de ejercer hacia otros seres.
Hablar de proporción y de género parece, así, poco relevante frente al hecho en sí mismo, pues, ¿qué es peor, violar a un hombre o violar a una mujer?, ¿violar a un hombre o a una mujer en la cárcel o en la libertad?, ¿violar a un niño o a una niña?, ¿violar a un anciano o a una anciana?, ¿matar a un hombre o matar a una mujer?, ¿golpear a un hombre o golpear a una mujer?, ¿torturar a un hombre o torturar a una mujer?, ¿arrancarle la piel a un hombre vivo o hacerlo a una mujer viva?, ¿cortarle el pene y los testículos a un hombre vivo o cortarle la vagina y los senos a una mujer viva?, ¿quién tiene entonces más derecho de protestar? Si queda claro el ejemplo, se comprenderá que la discusión y la lucha por la justicia siempre será injusta si se enmarca bajo estos términos; aquí no pueden caber las parcialidades porque cuando nos pasa, sufrimos todos.
¿Quién puede determinar a quién le afecta menos la violencia o el abuso o para quién es más difícil de enfrentar? Aunque se intente, cualquier determinación parcial será injusta si el problema no supera las etiquetas sociales; el problema es la violencia y el abuso en sí mismos, manifestados en múltiples, variadas y complejas formas, no la víctima y el victimario en sí. Lo que importa es la vida, la paz, el bienestar para todos los seres humanos, así como para todos los seres vivos, en equidad de condiciones. Lo justo, es luchar por el derecho a vivir seguro porque ésto es lo que importa. Mientras mantengamos en común el sufrimiento y el anhelo por erradicarlo, la edad, el género, el estatus social, y cualquier concepto socialmente impuesto que se quiera perpetuar, carecerán de valor.
No existe una forma de violencia que sea justa, sin importar la causa, el género o la raza que la enarbole. No hay que olvidar que eso del “género”, de “hombre”, de “mujer” o de “raza”, son conceptualizaciones sociales y no una realidad en sí misma; es menester subrayar que son construcciones elaboradas con base en determinaciones, así como en grandísimas presiones y desviaciones culturales, no en verdades incuestionables de la naturaleza o del cosmos. Cuando se dice, “hombre” o “mujer”, ¿de quién se está hablando?, ¿de lo que es el ser en sí o de la imposición cultural que lo hace “ser” cómo es? Siendo el caso, hacia donde se debe caminar es hacia vernos como seres sintientes y no como conceptos o etiquetas que nada dicen de lo que realmente somos.
Resulta capital remarcar que existen hombres y mujeres que han logrado cambiar el mundo sin la violencia física y verbal, lo cual demuestra que es posible. Es verdad que no responder con violencia ante la misma es complicado en una sociedad en donde no se nos ha educado para enfrentar la guerra con la paz, por lo que se necesita de un control físico, mental y emocional excepcional. No obstante, quien lo logra, es más fuerte y poderoso que el alcance del gaznate y del grueso de los músculos. Al final, físicamente siempre habrá alguien más violento y despiadado que tú; siempre, en el enfrentamiento físico o verbal, las partes se agotarán y terminarán destruidas: ¿quién gana en una guerra? Absolutamente nadie, nunca.
Aunado, hay que destacar que todo acto de violencia y destrucción repercute en todos, tanto en los “inocentes” como en los “culpables”. Piénsese el caso de otra manera: vaya y destruya todos los muebles materiales en una época en donde se trata de “devolver al pueblo lo robado”, de darle de comer a quien no ha comido, de darle techo al que vive en la calle, de ser más justo con el que ha sido sistemáticamente abusado; más, al destruir los bienes materiales, si bien en sí mismos y todos juntos, no valen más que una sola vida, al tener que repararlos, se emplean recursos que bien pudieron servir para endurecer las medidas de seguridad, darle más de comer a los hambrientos, dar más medicinas a los enfermos, poner más techos a los indigentes, etc. Todo acto de violencia les afecta a otros. Por ello, cualquier manifestación que ostente aquello que desea eliminar, carece absolutamente de fuerza moral al enaltecer aquello que “detesta”. Se yerra al olvidar la interconexión que nos obliga a actuar con responsabilidad, conscientes de que nuestros actos tienen, invariablemente, consecuencias en los demás.
Si se quiere combatir la violencia, no se puede ser violento. Si se emplea la violencia para combatirla, se está siendo todo aquello que se detesta; se está haciendo a otros aquello que se nos ha hecho a nosotros, nos ha herido y nos lastimado. Siendo así, la premisa fundamental habría de ser: no ser nunca como aquello que se aborrece; no ser nunca como aquello que se desprecia; no ser nunca como aquello que se quiere erradicar. No se puede pedir por la paz cuando se ocupa a la violencia y al abuso para el cometido. Al protestar por medio de la violencia, se legitima, se afirma y se concede su derecho y validez de existir. Es tanto como avalar que para tener sexo con una mujer o con un hombre sin su consentimiento, es válido utilizar la violencia porque es “un método eficaz” para obtener el objetivo; querría decir que cuando estamos indignados ante lo injusto, hay que golpear, insultar y destruir porque, en efecto, “la violencia es un método válido y eficaz” para ser tomado en serio. Ésto es una mentira; una mentira injusta para todos aquellos que no creen en el valor que socialmente se le da a la ira, al odio, al enojo y a la venganza. No creen en su valor simplemente porque no lo tiene.
Si se está convencido de que el abuso y la violencia deben de desaparecer de nuestra escala de valores, la posición moral de la lucha debe ser siempre mucho más sabía que lo que es más fácil de hacer. Lo difícil es mantener una posición con valores de paz y ecuanimidad aun cuando has sido víctima, amén de actuar con amplia inteligencia, metodología, responsabilidad y compasión: ¿cuál es, entonces, la legítima protesta? Tendría que ser aquella que legitima en sí misma lo que defiende (la paz y la seguridad) y no la que encumbra lo que desea erradicar (el abuso y la violencia).
Fuente de la imagen: Klipartz