Abordar el tema del pasado prehispánico, la conquista y el perdón es complicado, no sólo por la complejidad que entraña en sí mismo, sino porque se trata de una cuestión extremadamente sensible. Si se echa un vistazo a lo que suele escribirse o decirse al respecto, resulta prácticamente imposible encontrar narrativas o discursos en donde una de las partes aludidas no se sienta atacada, herida, exaltada o minimizada de forma injusta o neófita. No suele haber conocimiento suficiente para opinar de forma enriquecedora, e, incluso cuando sí sucede, se tocan fibras emocionales incluso cuando la intención pretenda ser objetiva. Esto es igualmente cierto tanto para un español como para un latinoamericano.
Se comprende que ambos pueblos, incluso a pesar de los hechos, requieren narrativas históricas saludables para fortalecer su identidad. Sin embargo, eso no justifica la tergiversación de los datos, por lo que la responsabilidad del que se adentra en la materia es desprender, en la medida de lo posible, el corazón y el ego exacerbado de la razón, que no es lo mismo que ignorarlos. ¿Por qué referirse al ego aquí? A menudo en este tema, se miran reflexiones en donde la argumentación tiende a exagerar las virtudes de uno a menoscabo de las del otro, poniéndose uno en un peldaño superior y el otro en uno inferior; empero, los argumentos de superioridad o inferioridad carecen de justificación empírica y de conciencia antropológica, cometiendo un yerro que derrumba la objetividad calificando y juzgando los hechos históricos desde una posición evolucionista.
Vale recordar que la posición antropológica evolucionista enarbola la idea de que a “mayor desarrollo y complejidad técnica y social, una sociedad se coloca en un estadio evolutivo superior. El empleo de la expresión “sociedades primitivas” […] es una consecuencia de esta visión, que las ubica en una escala inferior del desarrollo social y no como sociedades diferentes […]. Los evolucionistas suponen que todas las sociedades siguen un desarrollo único que va de lo primitivo hasta la civilización, cuyo paradigma es la sociedad europea del siglo XIX […].” (Tejera Gaona: 1999: 6-7). No obstante, ¿por qué la escala de medida de todo lo “bueno” y “elevado” ha sido lo europeo como si fuera una condición per se?, ¿cómo puede sostenerse frente a la implacable diversidad de contextos, logros e historias humanas no europeas?
Ante las abrumadoras contradicciones de la posición evolucionista para observar objetivamente el desarrollo de las diferentes culturas, es a principios del siglo XX que surge el culturalismo en contraposición, resultando más apropiado para la observación de los pueblos: “la escuela culturalista norteamericana sostiene que cada cultura es producto de una historia donde ha confluido una compleja red de factores que no es posible establecer de antemano y, en consecuencia, que sólo resulta comprensible con base en sus propias particularidades […]. [De esta manera,] el culturalismo pretende adentrarse en la visión del mundo propia de cada sociedad, es decir, “ponerse en los pies del otro.”” (Ibídem, 26-27) Esta es la razón por la que, para sumergirse con objetivad en el tema que nos ocupa, es preciso tratar de entender al otro desde su propia luz.
Primero, resulta menester hacer algunas diferencias básicas: por ejemplo, los españoles no pueden seguir juzgando a los latinoamericanos ni a su pasado desde un enfoque de superioridad, como tampoco puede señalársele al español de hoy lo que hicieron algunos de sus ancestros hace cientos de años. A pesar de esta distinción necesaria, en el proceso de comprender los asuntos humanos, no puede perderse de vista que todos somos hijos de nuestra historia e hijos de nuestro tiempo. Suelen escucharse argumentos que tienden a diferenciar el “ellos” del “nosotros”. Por ejemplo, cuando un español dice, “yo no soy culpable de lo que hicieron los españoles hace 500 años”, o cuando un latinoamericano no puede identificarse, bajo ninguna circunstancia, con lo indígena: “yo no soy un azteca”. En ambos casos, sin embargo, se atisba una falta de conciencia histórica: todos somos consecuencia de nuestro pasado.
Segundo, es fundamental diferenciar entre los pueblos de la monarquía, los gobiernos y las empresas, porque lo que hacen los últimos suele no representar a los primeros; en tal caso, sería un error enfrentar a la gente por las acciones de sus “superiores”.
Tercero, es medular distinguir entre responsabilidades de culpas. La culpa es un concepto que sólo destruye el espíritu bajo la carga de la maldad, sin ninguna utilidad para el crecimiento y la reconciliación personal o colectiva. La responsabilidad, en cambio, es la capacidad de todo sujeto para reconocer y aceptar las consecuencias de determinados actos permitiendo la reflexión y la autocrítica, elevándolo moralmente.
Cuarto, es indispensable distinguir que, aun dentro de la historia que es común a los pueblos implicados, cada uno aloja perspectivas propias: nunca será la misma la visión de los “vencidos” que la de los “vencedores”; no pueden unificarse las historias de mundos que no vivieron la misma experiencia.
¿Qué ocurrió ante la llegada de los españoles al continente americano? Si bien cada pueblo latinoamericano tiene su propio “encuentro entre los mundos”, tómese, por ahora, el ejemplo de México. Fue el 13 de agosto de 1521 cuando México-Tenochtitlan, uno de los imperios más poderosos en el continente americano, coaligado con Texcoco y Tacuba en la Triple Alianza, cayó luego de intensas y sangrientas batallas en contra de un “ejército español” integrado por otros pueblos mesoamericanos que conformaban el 99% de las tropas. Saber esto es fundamental para equilibrar la balanza: la caída del imperio mexica es lograda por varios factores, empero, por lo menos a nivel de milicia, es conseguida por un ejército prácticamente indígena y no español. Por cada español en la batalla, había entre 10 y 15 indígenas, también conformados por guerreros y estrategas de alto nivel. ¿Por qué entonces el éxito es atribuido al 1% del contingente, cuando, además, ese mínimo porcentaje no sólo estaba conformado por españoles, sino también por esclavos africanos e indígenas caribeños, todos comandados, hasta cierto punto, por Hernán Cortés?, pero, ¿por qué decir “hasta cierto punto”?, porque la guía y las pistas claves para la conquista fueron dadas por los nativos que conocían las tierras y a los rivales y no al revés. ¿Cómo pudo ser esto posible?
Cortés fue un agudo observador de las circunstancias que se desarrollaban dentro del territorio mesoamericano, las cuales supo aprovechar encontrando y alimentando un motivo en común entre los diversos grupos de indígenas opositores del imperio mexica y los españoles, forjando una alianza decisiva que lograría derrocar a un enemigo común. Cortés, de espíritu conquistador, así como culto, visionario, analista y estratega para tal ánimo, articuló, no obstante, una alianza profundamente inocente para una parte de los miembros: los indígenas se unieron a Cortés sólo bajo el entendido de que lo hacían para derrotar al imperio mexica que los oprimía. Cortés, en cambio, se aprovechó usándolos a conveniencia sin la menor intención de hacerlos amigos pues, logrado su objetivo, los sometería sin remedio con la misma intención que a los mexicas: Cortés consideraba a los aliados indígenas vasallos, es decir, como individuos que lo reconocían tanto a él, los suyos y al rey como superiores, a merced de sus voluntades, mientras que los indígenas aliados, en cambio, lo consideraban a él y al resto de los españoles, amigos.
¿Pueden considerarse estos actos de traición? Algunos lectores verán como grande e inteligente la acción de Cortés, digna de un notable militar y diplomático que supo manipular la situación; para otros, su accionar fue vil, ruin y despreciable, como habría de juzgarse a cualquier traidor. No obstante, hay que comprender que Cortés y los españoles no vinieron a hacer amigos y que sus lealtades sólo pertenecían a ellos mismos: “en política no hay amigos sino intereses”, dicen por ahí. Los españoles no sentían empatía ni respeto por los pueblos indígenas, y su visión de conquista, una que también hacían en nombre de su dios, no implicaba repartir abrazos sino la destrucción de todo aquello que no se adecuara a sus objetivos ni respondiera a lo que conocían como real, bueno y correcto. Con todo, el derrocamiento de México-Tenochtitlan no fue hecho por los españoles como si hubiese sido la proeza de unos 400 a 500 hombres, sino, en parte, por un grupo ingente de indígenas que respondían a intereses propios y particulares que actuaron sin imaginar que la caída de Tenochtitlan implicaría la suya propia. Empero, también existieron otros factores determinantes además de la alianza estratégica hispano-indígena, hecha principalmente con los tlaxcaltecas pero no nada más, como fue la implacable fuerza de las epidemias generadas por enfermedades traídas por los españoles, contra las cuales los nativos no tenían forma de luchar, como el sarampión, la viruela y el hambre, lo que terminó por aniquilar entre 2 y 3.5 millones de indígenas; un arma biológica superior a cualquier arma convencional.
Es común, sin embargo, escuchar reflexiones o argumentaciones evolucionistas que determinan el éxito de los españoles por la supuesta superioridad tecnológica y racional, pero la realidad es que los españoles no hubiesen logrado sus objetivos sin la gigantesca intervención y ayuda indígena (militar, racional y médica) y sin el implacable papel de las epidemias, a pesar de sus caballos y cañones. El propio Bernal Díaz del Castillo describe en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, batallas extraordinarias de las que salieron vivos sólo por la gracia divina:
“Que de casa a casa tenían un puente de madera levadiza, alzábanla, y no podíamos pasar, sino por agua muy honda. Pues desde las azuteas los cantos y piedras, y varas, no lo podíamos sufrir. Por manera que nos maltrataban y herían muchos de los nuestros; y no sé yo para que lo escribo así tan tibiamente, porque unos tres o cuatro soldados que se habían hallado en Italia, que allí estaban con nosotros, juraron muchas veces a Dios, que guerras tan bravosas jamás habían visto en algunas que se habían hallado entre Cristianos, y contra la artillería del Rey de Francia, ni del gran Turco, ni gente, como aquellos Indios, con tanto ánimo cerrar los escuadrones vieron, y porque decían otras muchas cosas y causas que daban a ello”.
De igual forma, se ha considerado que los indígenas que se aliaron a los españoles fueron unos traidores, pero es preciso subrayar que en Mesoamérica no existía un mundo, una cultura, una nación o una sola lengua, sino muchas y muchos, respondiendo a intereses propios, distintos e incluso teniendo disputas y conflictos entre ellos. Mesoamérica no existía como una unidad nacional o identitaria, ni siquiera se veían a sí mismos como “indígenas”, por lo que, en todo caso, los aliados cometieron errores con los que favorecieron su propia caída y la del resto de los mundos prehispánicos. Por otro lado, también se ha considerado que México-Tenochtitlan debía caer por todos sus abusos cometidos. Pero Cortés y los españoles no venían a “liberar” al resto de los pueblos indígenas del “terrible imperio mexica opresor”, al cual ni siquiera conocían –eso es una falacia– sino que venían a conquistar tierras altamente ricas en recursos en su propio favor. Por otra parte, es un grave error pensar en la caída de los pueblos indígenas o de Mesoamérica como “la caía de MéxicoTenochtitlan”, porque en realidad fue la caída de muchos mundos prehispánicos que no figuran en las conmemoraciones. Centrar los ojos sólo en los mexicas es una traición, desde adentro, al pasado prehispánico.
¿Cuál fue el grandísimo tino de Cortés y compañía? Saber aprovechar con perspicacia circunstancias tremendamente ventajosas a sus cometidos imperialistas. ¡Ahí está el gran mérito!, eso, desde luego, si los actos de conquista, que implican tantísimo sufrimiento y destrucción, pueden seguir considerándose épicos, dichosos y ejemplares en el siglo XXI. Mas habrá lectores que piensen que no hubo sufrimiento y destrucción, sin embargo, ¿qué significa que los pueblos indígenas hayan perdido a sus seres amados y hayan sido obligados por la fuerza a despojarse de sus propias lenguas, tradiciones, deidades, costumbres, creencias, pertenencias, etc., es decir, de sus propios mundos?, ¿eso significa traer la civilización?, ¿cómo pueden llamarse a estos actos constructivos y no destructivos? Si bien los procesos de sincretismo suponen una nueva construcción frente a la unión de “dos” mundos, primero hubo de destruirse lo que era autóctono para luego construir lo nuevo en función del contacto con lo ajeno y diferente.
No obstante, es importante tomar en cuenta que en el siglo XVI España gozaba de una posición única en su tiempo: era un reino con miras a expandirse no sólo en otro continente sino dentro de Europa, respondiendo a sus propios intereses y a su dios. Haberse encontrado con individuos, mundos y dioses tan distintos en América a lo que ellos consideraban único y bueno, no tenía por qué provocarles empatía alguna: lo que querían era imponerse a lo diferente porque consideraban que portaban la verdad y que hacían lo “correcto”; sus pretensiones eran de poder. Los españoles conquistadores no eran santos con pretensiones de amor y compasión omnisciente. Si bien han existido imperios generadores e imperios depredadores, el caso del español fue para muchos el segundo, pero, ¿son responsables o hicieron precisamente lo que tenían que hacer en función de sus valores y su concepción del mundo en un contexto determinado? Por ejemplo, ante un avance con triunfos a cuenta gotas, Cortés supo que la clave estaría, más que en el enfrentamiento armado, en destruir la confianza de los mexicas (y luego la de todo el resto de los pueblos indígenas), mostrando en una batalla casi final una crueldad sin precedentes, registrada en el enfrentamiento conocido como la Caída de Tlatelolco, así como en otros actos crueles como el corte del flujo de agua potable y comida, si bien algunos las considerarían como “tácticas de asedio y rendición normales en la guerra”. Cortés supo que socavar la fuerza física, así como la fe, esperanza, dignidad, seguridad y confianza de los indígenas sería lo que en realidad los derrotaría. No es peccata minuta que, hasta la fecha, el México profundo vive las secuelas creyéndose inferiores que lo extranjero. Aunque pueda juzgarse esa acción como una vileza, lo que Cortés y los españoles querían era ganar a toda costa, por lo que no escatimaron en la crueldad que creían necesaria.
La etapa de la “conquista española” está llena de mitos, tergiversaciones, egos, menosprecios, dolor y resentimiento, por lo que la reflexión crítica es indispensable para generar una visión más equilibrada. Con todo, así se transmite la historia en general, de ahí que permanezcan falacias como, verbigracia, creer que el descubrimiento de América lo hizo Cristóbal Colón, como si hubiese tenido la necesidad de ser descubierta para existir o no hubiese existido previamente con su propia antigüedad, grandeza y complejidad; pensamiento que es, por lo menos, absurdo (y eurocentrista), aunado a que los hechos apuntan a que mucho antes de Colón, llegaron los vikingos. En cualquier caso, ninguno descubrió un “nuevo mundo”, sino que redujeron su ignorancia al descubrir que el planeta Tierra y la humanidad es mucho más grande y plural de lo que creían. Pero es posible que el error más grande siga siendo concebir la historia de la humanidad como de “buenos” o “malos”, “todo” o “nada”, “primeros” o “últimos”, “nuevos” o “viejos”, “mejores” o “peores”, “evolucionados” o “primitivos”.
Finalmente, cabe recordar que, en 2019, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, envió una carta a la Corona española, así como al Vaticano, solicitando una disculpa a los pueblos originarios de México por los agravios cometidos durante la conquista y la colonia. No obstante, la petición fue rechazada por el primero, generando tensiones, así como un debate acalorado que se extendió a otros países de Latinoamérica y del mundo, haciendo imposible ver con indiferencia la acción del presidente en una época de reivindicaciones indispensables a nivel mundial.
A pesar de la respuesta, la acción de López Obrador motivó que tanto los pueblos españoles como latinoamericanos, así como sus respectivos civiles, intelectuales, gobiernos y la monarquía española, pusieran el tema sobre el tablero, moviendo a la reflexión y generando posiciones a favor y en contra, lo cual demostró que es un tema pendiente por resolver entre los países involucrados: hay una historia que nos une irremediablemente, pero las percepciones, así como la difusión de lo que pasó son diferentes, lo que muestra la pertinencia de atajar el tema con la verdad, el respeto y la dignidad que merecen todos los involucrados.
¿Es necesaria una disculpa por parte del gobierno y la corona española por lo ocurrido hace 500 años? La respuesta depende de los ojos con los que se mire y el corazón con el que se sienta. Sin embargo, aunque para los pueblos oprimidos valdría enormemente recibir un reconocimiento objetivo sobre las acciones fuertemente cuestionables que cometieron algunos de los españoles en el pasado, no sólo durante los tiempos de la llamada conquista sino también durante la colonia, así como por aquellas que siguen cometiendo en contra de los pueblos latinoamericanos en general, especialmente favorecidos por gobiernos corruptos y traicioneros en Latinoamérica, sería todavía más importante y fructífero que los pueblos latinoamericanos trabajaran en el perdón hacia el otro y hacia sí mismos sin la necesidad de una disculpa externa, no sólo porque es más digno, sino porque únicamente los pueblos latinoamericanos son responsables de su porvenir y saben la grandeza que entrañan, su historia y sus capacidades. No necesitar una disculpa es parte de asumir el control de sí mismos, que no es lo mismo que ser indiferente a la historia. No es trivial que incluso dentro de nuestros países la palabra “indio” o “indígena” sea un terrible insulto; siendo así, ¿no deberíamos, primero, pedirnos perdón entre nosotros mismos y a nuestro pasado? Es preciso, por lo tanto, recuperar la dignidad e identidad propia desde nuestros propios pies, porque el pasado prehispánico, incluso con una revisión crítica, tiene más para sentirse orgulloso de lo que fue y de lo que es que de lo contrario. Es una mentira que los españoles trajeran la civilización porque la civilización existía aquí de maneras que a ellos mismos les impresionó por los niveles de sofisticación, de la misma forma que es una mentira que la vida de los mundos indígenas fuera incuestionable o idílica. Por otra parte, reconciliarse con los españoles históricos es una necesidad, porque, guste o no, estamos unidos desde la sangre hasta la cultura. Para tales fines, es bueno recordar que existieron españoles que no sólo acogieron estas tierras como propias, sino que hubo quienes incluso pelearon en contra de ellos en defensa de lo indígena, como fue el caso extraordinario de Gonzalo Guerrero, quien luchara como autóctono en contra de los invasores comandados por Pedro de Alvarado por la custodia de lo indígena como cualquier otro maya. Hasta la fecha, hay españoles que prefieren las tierras latinoamericanas que la propia porque no se identifican con la suya, de la misma forma que hay españoles que siguen viendo nuestros suelos como minas de recursos explotables o a nuestra gente de manera inferior, por lo que es importante recordar que, en las cosas humanas, no existe el blanco y el negro sino sólo escalas de grises.
Fuente de la imagen: Gaceta UNAM