El día llegó el 26 de mayo, cielo de mis ojos. Me he preguntado si esperabas ese día con ansias de despertar; te habías quedado más tiempo por mí, por ti; dicen que lo hiciste para liberarme de esta incomprendida enfermedad, en el acto más puro de amor y compasión.
No lo he podido olvidar; no lo haré; no quiero. Por las noches el recuerdo me atormenta; no he vuelto a dormir igual: me despierto de un tirón al grito de tu nombre; mi garganta está rota… He creído: sería posible que el grito te hubiese atrapado en el aire para sostenerte, arrullándote cual, si fueran mis brazos, besando tu nariz como si fuesen mis labios, quitándote el susto como si fuera mi risa y susurrándote, vida mía, una vez más, “aquí estoy, luna de mis noches; sol de mis días”… No pude; no pude anteponerme entre aquella estaca y tu cuerpo para ofrecer el mío; no pude, amor mío, recibir por ti el corte en las entrañas de aquel fierro de mis grandes miedos.
No he vuelto a respirar profundo; sofoca recordar tu dolor; ahoga; quise hacerlo mío; quisiera volverte a ver correr para alzar el vuelo; quisiera, mi vida, tenerte en mi regazo e intercambiar la incandescencia que nos caracterizó; quisiera… Tengo muerta el alma; la forma cristalina en la que me miraste se presenta ante mí como una escena condenada a la repetición; ese instante infinito, después de haberte desprendido, abrazándote, conteniendo las vísceras con una mano y suplicando; suplicándote, “¡no es ahora, amor mío, por favor, no me dejes ahora!”…
Siguieron ocho horas frías como ningún invierno conocido; solitarias como ninguna tumba silenciosa; histéricas como ningún tormento vivido… ¿Todavía escuchas mi bramido?
Perdóname, amado mío, perdóname; no fui capaz de mirar la delicada danza que te arrebató de mí; escucho tu suspiro como el eco del viento que ahora me guía para meditar: el dolor me partió con la fuerza de un rayo que quiebra el roble y, tus ojitos tristes de despedida, los míos… Había llegado el día; te ibas; la impotencia me constriñó el pecho hasta hacerlo reventar… Te habías ido; ¿lo habías hecho?
¿Has soñado conmigo? ¿Ves mi rostro entre las nubes? ¿Percibes mi aroma en el bardo? Dime, alma mía, si todavía sabes quién soy; dime si reconoces mi voz; dime, hijito mío, si recuerdas las canciones con las que te dormía; dime si recuerdas la forma en la que nos mirábamos al caminar; dime si recuerdas cómo me mirabas al dormir; dime si recuerdas que, al abrir los ojos, yo siempre estaba ahí; dime si recuerdas cómo tu mente y la mía eran unidad; dime, preciosísimo hijo, si recuerdas cómo me cuidaste a mí… Sólo dime, corazón.
Toma esa materia enferma, aura de mi alma; mira cómo no eras tú; mira cómo la materia se reparó; mira cómo se separó; siente cómo el dolor se evaporó; vuela sobre tu aliento hasta la luz… No; no voltees hacia la lejana vera, querido niño, que ahí estaré; no tengas miedo; déjalo ir; extenso y libre como el universo; abárcalo todo y considérame también… Duérmete en el firmamento; duerme sabiéndote interminablemente amado; duerme con las caricias de mis manos, llévate su calor; arde como lo has hecho, luminosa estrella del cosmos.
Escúchame bien, cielito: la materialidad es una parte sesgada, artificial y conveniente de una imagen del mundo occidental: yo puedo ver cómo me estás mirando; puedo sentirte junto a mí; percibo cómo me prestas atención; no te has ido; no te vas a ir en su completud; vamos andando juntos; sigamos caminando que no te caerás; no te detengas porque me veas llorar; lo que nos une no se quebrará.
Sabe bien que cuando deje de palpitar, juntarán tus restos con los míos; seremos una envoltura una vez más; serviremos como el abono de otra vitalidad y nos encontraremos en la tangibilidad: hoy seguiremos liados en la inmaterialidad; mañana alcanzaremos juntos lo más alto de la perpetuidad sin principio ni final.
¿Lo has visto ya? Te hemos honrado con tu primer altar; no existe concepto que me convenza de lo que es el final; sé que lo has visto edificar; sé que estás por acercarte para recordar el sabor de la vida material; come tu comida, vida mía, recuerda lo que más te hacía vibrar… Arcoíris de mis días lluviosos, yo me tengo que quedar por tu hermano espiritual; verás, además, que no dejaré aquí las cosas igual; más te vamos a alcanzar; vendrás por nosotros y nos guiarás hasta el Mictlán; volveremos a ser los tres en la infinidad y brillarás; mi hijito de luz, te veré brillar.
Que recordar a nuestros muertos amorosamente y desde la belleza rica y profunda de las tradiciones propias, sea una constante eterna en México y Latinoamérica.
Fuente de la imagen: Klipartz