¿Es un sinsentido traer a la mesa de discusión una de las principales causas de los crímenes de odio y de la división social en la era contemporánea? A menudo se reflexiona en el racismo como un penoso pasado de la humanidad que no debería de repetirse bajo ninguna circunstancia, o por lo menos eso se dice. Se percibe, así, como un asunto distante y no como un poderoso agente que concursa de forma activa en el desarrollo de los acontecimientos actuales irradiando increíbles mociones de justificación. No obstante, es probable que lo más sorprendente sea su fuerza, su permanencia, su expansión y su glorificación en nuestro tiempo. Hablemos, pues, de racismo.
La premisa fundamental que sostiene dicha línea de pensamiento es algún concepto de “raza” bajo el supuesto de que representa una cualidad verdadera de la condición humana. Lo interesante del caso es que se trata de un término que no se respalda sobre ningún fundamento científico natural, social o filosófico (de la filosofía de investigación racional), disciplinas que tienen como objetivo sine qua non aproximarse a la comprensión y descripción de la realidad. Por el contrario, las averiguaciones siempre apuntan hacia una construcción artificial que desempeña un importante rol en las decisiones que convienen a la política, a la economía, a la religión o a la cultura de dominación, que serían insostenibles sin posicionar una conveniente noción de raza dentro de sus presupuestos. Empero, las contradicciones son relativamente fáciles de advertir: pueden observarse diferencias sustantivas entre especies, como podría ser entre un pez y un ratón, con lo cual, si tuviéramos que propiciar un ambiente adecuado para cada uno, no podríamos poner al ratón bajo el agua y al pez en el aire y esperar que viviesen, como tampoco podría hacerse con los seres humanos: poner a vivir a unos como peces y a otros como ratones sería criminal porque todos estamos sujetos a una serie de condicionamientos para la supervivencia en virtud de una propiedad común irrefutable: pertenecemos a la misma especie biológica, somos homo sapiens sapiens. Las características externas como la educación, el color de la piel, los rasgos físicos, el idioma, etc., no tienen ningún valor intrínseco, como sí sucede en las que se observan entre un pez y un ratón. Lo que se ve entre las cosas humanas, por lo tanto, es un conjunto de creencias de superioridad de un grupo humano respecto a otro, creyendo que con ello se acredita el valor propio, así como la persecución social, la discriminación o el exterminio de los “diferentes” que son, paradójicamente, iguales a los “superiores” en lo que en realidad puede medirse.
En la página web del NIH (National Human Genome Research Institute), definen raza como:
“[…] una construcción social que se utiliza para clasificar a las personas. La raza se construyó como sistema jerárquico de agrupación de los seres humanos, y se generaron clasificaciones raciales para identificar, diferenciar y marginalizar algunos grupos en las diferentes naciones, regiones y en el mundo. Las razas dividen a las poblaciones humanas en grupos, con frecuencia en función de su aspecto físico, factores sociales y antecedentes culturales. […] La raza es un concepto cuya definición no está aceptada en forma general. La raza ha sido un concepto desarrollado en el siglo 18 para clasificar a los seres humanos en base a su apariencia física, social y origen cultural. El termino raza ha sido utilizado históricamente para establecer una jerarquía social y ha sido utilizado para esclavizar a los seres humanos.” (https://www.genome.gov/es/genetics-glossary/Raza)
A pesar de esto, son aplastantes los ejemplos que muestran a un racismo in crescendo, enaltecido y aplaudido de forma especial en el mundo occidental que presume de ser el más desarrollado no sólo en cuestión tecnológica, sino en la moral, los principios y el conocimiento. Una de las muestras más destacadas de esta situación es la cúpula de poder que dirige a Ucrania hacia su acelerada perdición por asumirse como los sirvientes de occidente y enarbolar el nazismo del siglo XXI, glorificando desde hace varios años un racismo que lleva a la aniquilación de todo lo ruso (¿o de sí mismos?), así como de otros grupos étnicos que consideran tan inferiores como para amarrarlos a los árboles. Asimismo, se observa la autodestrucción de una cultura ucraniana que se arrastra en el estiércol sin vergüenza, suplicando por ser reconocida como occidental cuando es, en realidad, eslava. Pero, ¿cómo no lo querrían?, el mismo jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, robustece la propaganda cuando compara a la Unión Europea con un “jardín” mientras que al resto de la Tierra con una jungla de, ¿salvajes hambrientos involucionados dispuestos a comerse vivos a los individuos de bien (los occidentales)? Más notorio que eso son las voces silenciosas que pensaron, “aunque no les guste, tiene razón”. Resulta curioso que se dé por sentado que Europa no tiene a la largo de su trayectoria pasada y presente verdaderas hazañas dignas del más destacado salvajismo para construir y fortalecer su apreciado “jardín”, ¿o acaso se le ha olvidado a costa de qué o de quiénes lo han edificado? Con todo, presumen de forma abierta su intención de destruir a lo ruso y a los rusos, tomándolos como una “raza salvaje, imperialista, violenta y asesina por naturaleza” que hay que erradicar para salvar al mundo que merece ser salvado (el occidental).
Cuando tuvo lugar la Copa Mundial de Fútbol en Catar, se establecieron “varas de medida” a conveniencia para tildar a la cultura catarí (y árabe por extensión) de violadora de los derechos humanos por excelencia. Quienes más la señalaban lo hacían como si estuviesen exentos de lo mismo; aunado, nunca quedó claro si las críticas eran objetivas, brindaban datos reales (como los supuestos miles de migrantes explotados y asesinados durante la construcción de los estadios) o más bien se apoyaban del supuesto absurdo de que “todo aquel que use turbante o practique el islam es terrorista”, así que, ¿por qué no creer en semejantes cifras sin siquiera preguntar por la ubicación de las pilas de cadáveres acumulándose mientras se pudrían bajo el inclemente clima del desierto?
Una de las mayores lecciones que nos dejó la pandemia del coronavirus es lo viva que se encuentra la proposición de superioridad racial: los asiáticos han sido señalados como los infectados y antihigiénicos, provocando crímenes de odio en su contra dentro del llamado “mundo libre y justo”, si bien la exclusión hacia los orientales no es nueva; además, no sólo pasó con ellos sino con aquel que mostró su desacuerdo con la vacunación y decidió no hacerlo: con esto no se expresa aquí ningún juicio al respecto, sino que se resalta que, a partir de su decisión, lo convirtieron en el “portador del virus”, “el contagiador”, “el ignorante”, “el infectado”, “el paria” o “el contaminador” de los impolutos e instruidos, razón por la cual debía ser señalado, relegado o eliminado. Por otro lado y, a pesar de las incontables luchas de los seres humanos de piel más obscura a través de la historia, 2022 estuvo plagado de abusos de poder en su contra, discriminándolos por su color e idiosincrasia, asumiendo que son inferiores y delincuentes como si fuese un dictamen de sus genes, por lo que la presunción de inocencia no cuenta para ellos: hay que tirar a matar si son sospechosos, que siempre lo son, cortándoles la respiración.
Cuando se destapó la polémica sobre las “necesarias” disculpas que la corona española “debía” pedir a los pueblos latinoamericanos por los agravios cometidos durante la Conquista y la Colonia, los contrargumentos se llenaron de afirmaciones en las que “los conquistados”, pobres, atrasados e involucionados de por sí, más bien tenían que darles las gracias por haberlos convertido en humanos con cultura, pues previo a su llegada no “eran” más que salvajes caníbales con taparrabo sedientos de sangre y sacrificios al Sol. Por otra parte, frente a la victoria de Argentina ante Francia en la Copa Mundial de Fútbol, se llenaron las redes sociales de comentarios racistas y discriminatorios hacia los “negros franceses que se les olvidaban sus orígenes, creyéndose europeos cuando en realidad son africanos (¿o subhumanos?)”; los franceses, por su parte, destacaron antes por ensalzar la inferioridad del futbol latinoamericano por el “atraso del continente”, dándose un frentazo en la final. No sobra recordar, desde luego, el genocidio constante de los palestinos apoyado por los excelsos valores del jardín europeo; a pesar de todo lo que los árabes han contribuido al desarrollo de la civilización, siguen siendo considerados de tercera, por lo que muchos están convencidos de que no se pierde nada si desaparecen a manos del sionismo exacerbado por el edén de Borrell.
Si le interesan los chismes de la corona británica, recordará que el año pasado nos trajo unos buenos sobre el matrimonio entre el hijo menor del Rey Carlos III y la finada princesa Diana, el Principe Harry, y la actriz estadounidense Megan Markle, que destacaron por el destape del racismo, la discriminación y el rechazo hacia lo mestizo, “la raza mixta” o hacia la “raza negra” que ella representaba, lo que los obligó a renunciar a sus privilegios conduciéndolos al exilio. Ya ni hablar, por otro lado, de los que abogan a favor de la migración en donde uno de los “argumentos de apoyo” es que estas personas son las que sirven para lavar los baños, construir la infraestructura, recoger la basura, limpiar las calles o cuidar de los niños o ancianos, después de todo, los migrantes suelen ser los de las “naciones inferiores”; y los que argumentan en contra, sostienen que, en tanto su inferioridad, son ellos los que llevan la violencia y la perdición a los jardines. Todo lo anterior es un hecho a pesar de que las razas humanas no existe más allá del planeta onírico de unos cuantos.
Aun cuando podrían escribirse miles de páginas en los rotativos con las lecciones del racismo moderno, su fortalecimiento y alabanza, es probable que, para cualquier mente que sepa cómo opera el orbe en el que vivimos, no quepa duda de esta terrible realidad, por lo que es mejor concentrarnos en la pregunta, ¿cómo se vence un arraigado ideario colectivo que ha sido útil para la oligarquía que pretende destruir el mundo plural que nos caracteriza? La respuesta no es simple, mas un primer paso podría ser insistir en una educación integral que combine ciencia (natural y social), filosofía y espiritualidad en igual de condiciones: la primera, porque sus descubrimientos echan por la borda los argumentos sobre los cuales se sostiene el racismo, la segregación o las ideas de evolucionismo cultural, debilitando su fortalecimiento irracional; la segunda, porque es con ésta con la que se aprende a cuestionar desde la razón lo que los sentidos nos hacen considerar como “real”, mostrándonos sus engaños, nuestros fallos e incoherencias; y la tercera porque, mientras no se trabaje el ego destapando sus peligrosas y seductoras mentiras, se seguirá pensando que existen seres humanos más puros, más limpios, más bellos, más sanos, más dignos, más capaces, más inteligentes y más avanzados que otros; sin embargo, el ego siempre ha sido el reforzador de los que se consideran superiores, porque gracias a él no necesitan de la ciencia, del conocimiento, de la razón ni de la justicia, mucho menos de las pruebas incuestionables para señalar a otros hacia abajo mientras duermen tranquilos pensando que, en efecto, ellos están arriba de los de su propia especie y más cerca del cielo gracias a, ¿los designios de dios? Pero bien lo dijo Carl Sagan: “afirmaciones extraordinarias requieren de pruebas extraordinarias”, entonces, ¡pruébenlo!, si es que pueden.
Fuente de la imagen: Klipartz