Calavera mexicana adornada con flores y motivos para día de muertos

El retorno

Un día, al fin me di cuenta de que podía volver como presencia inmaterial. Me sentía distinto a como me sentía antes; ahora, tenía un semblante más bien efímero, aunque, también más vasto: el espacio y el tiempo ya no me imponían límites… Así, emprendí el viaje. El recuerdo fresco del sendero aún palpitaba en mi memoria, si bien, se esfumaba con velocidad… Sin tener claro cómo, de repente, había llegado hasta su recámara. Sentía el pecho oprimido; una sensación parecida a la impaciencia. Sin lugar a dudas, sabía que me había escuchado. Quizá, percibió mis pasos o un cambio en la temperatura del cuarto. Sentía la emoción de volver a ver su lúcido rostro, lleno de expresividad; no obstante, me asaltó un pesar; un pesar que me abatió de pronto: mi emoción no era como la suya; noté su temor, un temor que comenzaba a tornarse en terror rápidamente. ¿Qué pasa?, me pregunté. ¿Por qué me teme? No podía responderme, en cambio, me ahogaba la ansiedad. Me detuve. Noté su recelo para mirar hacia atrás. Veía el brillo del sudor que exudaba; su mirada rígida; su oído afinado; su atención a tope. ¿A qué le temía? ¡Me temía a mí!, le temía al daño atroz que invariablemente le infligiría; a mi gozo frente a su sufrimiento; a mis ansias de torturarle; a mi aspecto terrorífico; al frío de mi sustancia. ¿Por qué?, ¿por qué querría dañarle si le amé? ¡Qué de malo tenía la muerte que ahora me contenía! El inframundo no tiene penumbras. En aquel momento, lo comprendí: era un temor condicionado; alguna idea ajena le nublaba el juicio… Me di la vuelta alejándome de inmediato. No quería dañarle. Quería volverle a ver. Mejor, salí de prisa. Me fui a recorrer un parque aledaño, necesitaba pensar; me sofocaban las preguntas sin respuestas; el desconcierto; la tristeza. Así andaba, cuando, sin haberlo advertido siquiera, un hombre enorme, de tez verduzca y putrefacta me atravesó como si fuese una lanza; sentí que me extraía el alma: ¿qué es esto? Ese hombre no era como yo; le brotaba la sangre de la cuenca del ojo, mismo que le colgaba hinchado sobre su mejilla con la pupila dilatada y las venas sobre expuestas; parecía que le reventarían, ¡pobre hombre!, exclamé con terror. Tenía un cuchillo clavado en la cuenca del ojo izquierdo que le atravesaba hasta medio cráneo. Cerré mis ojos en medio de la pena y del horror. Me acaba de atravesar mi vaporoso cuerpo un desventurado que moría de manera infame. Respiré hondo y cerré los ojos. Los abrí de pronto y busqué a aquel desgraciado hombre. Ya no estaba. Corría demasiado a prisa. Seguramente, presa del dolor; del terror ante la espantosa muerte que lo absorbía. Sin saber por qué, seguí andando en su dirección, tratando de recuperarme de aquella brutal experiencia cuando, de repente, sentí cómo mi etéreo pie golpeaba una pequeña pelota: la escuché rodar y la miré. Me acerqué a ella para recogerla cuando, con pavor, descubrí que era su ojo; el ojo de ese hombre se había escurrido de su mejilla, perdiéndosele de la vista y del sentido… Lo solté de inmediato con firme disposición de retirar de mis dedos la sensación desagradable de su morfología cuando, con súbita extrañeza, me percaté de que no había nada. No tenía ni un rastro de fluidos de aquel terrorífico ojo. Me alarmé, ¿cómo podía ser? Lo solté con susto al tiempo de que me arrepentí. Lo busqué de inmediato a la redonda, ¿en dónde está? Me movía de un lugar a otro cuando lo vi, allá estaba, a la distancia, junto a la raíz de un árbol. Fui por él con determinación, lo miré, lo recogí y con inexplicable gallardía lo apreté con fuerza con mi mano, suponiendo que, como si fuese una gelatina, se me esparciría grotesco entre los dedos hasta deshacerse en su totalidad. No sucedió. Apretaba con fuerza y el ojo yacía intacto. ¿Cómo es posible? El ojo me perturbaba; me intrigaba. Quería entenderlo mientras pensaba en el desdichado hombre. En aquel momento, supuse, ya habría caído muerto sobre la acera. Entonces, acerqué el ojo al mío propio para inspeccionarlo con meticulosidad, pero… ¿qué es esto?, ¡me habían engañado!, era un ojo; un horrible, terrorífico y sangriento ojo más el vil adorno de un ridículo disfraz. Me sentí impotente, furioso; había perdido mi valioso, único y limitado tiempo pensando en la desgracia de un hombre que no existía como tal; un insulso que, disfrazado de muerte espantosa, me aterrorizó hasta el infarto. Con la rabia apoderándose de mí me volví de prisa hacia la casa a la cual yo había venido. Me resultaba difícil, sin embargo, verla entre la densidad que había caído en aquella obscura noche. Había pensado, ingenuamente, que sería sencillo; que me pondrían alguna ayuda; algún camino de luces, aromas y flores que me harían más fácil, además de alegre, mi regreso; empero, no los veía. ¿En dónde están? Supuse, con cierto consuelo, que la dificultad se debía a mi reciente perturbación provocada por tan terrible experiencia previa… Seguí, pues, avanzando hasta que, con dificultad, me vi de frente con la puerta de su casa. Ahí estaba, al fin, a un paso del motivo de mi retorno: quería verle; quería hacerle sentir feliz; bien; en paz; que no había temor justificable; que el inframundo es alegre; que la muerte es plena y venturosa; quería decirle, que aún ante mi deceso, no le había olvidado; que le cuido; le añoro; todo esto planeaba cuando, por sorpresa, la puerta principal comenzó a abrirse y estaba ahí, atónito, viéndole de frente: ¿es ella? Sentí que me miró sin terror ni reacción alguna; pero, no, no era ella… era… su piel de un verde obscuro, tétrica, extraña; gris; distinta; sus ojos, ¿morados?, no, no eran morados; sus labios rojos, brillantes, sangrientos; y, sus sienes… ¡no!, ¡no puede ser!, ¡sus sienes! Un cuchillo le atravesaba el cráneo de una sien a otra. ¡No!, mi ausencia había sido el más grande error. Alguien, mientras yo vivía aquella increíble experiencia, atravesaba sin piedad su cabeza para extraerle la vida. ¡No puede ser!, me repetía estupefacto. El dolor desgarraba mi impalpable espíritu cuando, sin esperarlo, sus labios comenzaron a abrirse. Pensé que había llegado el tiempo, que exhalaría su último respiro; no obstante, comenzó a reír; ¡se reía!, se reía tal como la recordaba en su momento más feliz; y en eso, me atravesó… No estaba fría, era cálida; está bien, saludable, viva. Me giré para seguirla con la mirada; se iba; se alejaba… Fue entonces cuando lo comprendí: no había luces, no había flores, no había pan, no había chocolate; no estaba mi tamal favorito como el suyo; me había olvidado; volverme a ver le era terrorífico; no lo quería; le alegraba sobremanera imaginarme como obscuridad; le era atractivo suponer que regresaría a dañarle; le gustaba; le atemorizaba al tiempo que lo emulaba. Sentí cómo se me destrozaba el corazón: no sabía cómo volver; ahora, me había perdido.

Fuente de la imagen: Klipartz

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