En estos tiempos de una variante democrática más en nuestro país como lo es la consulta popular, resulta menester llevar a la palestra uno de los aspectos primarios que esta implica: la posibilidad de manifestar la razón del pueblo a través del voto durante distintos momentos del gobierno que estará en curso. Para tal fin, es necesario subrayar algunos de los aspectos vertidos el 29 de octubre en el programa Primer Plano del Canal Once.
La primera sección del programa, centró la discusión en las consecuencias políticas y económicas que tuvo, o tendría, la consulta popular para el futuro del aeropuerto de la CDMX, así como para la democracia mexicana. Amparo Casar, comenzó poniendo en la mesa de debate que 1) de hoy en adelante (a partir de la consulta), cambiaría la relación entre el empresariado y el estado; es decir, que se ha presentado una nueva relación entre el poder político y el poder económico; 2) que el jefe del estado será quien tome las decisiones [la consulta popular es, pues, como una forma burda de disfrazar una decisión ya tomada unilateralmente por el próximo presidente]; 3) que con ésta, se clarifica el cómo se tomarán varias de las decisiones en disputa; 4) poner en duda si realmente fue el pueblo o los ciudadanos quienes decidieron o los que decidirán; 5) ¿que por qué no hubo un mensaje para los 84 millones de mexicanos que no votaron? [como presume Casar de ser una de ellos]; 6) que [apenas] un millón de votantes se constituyeron en el pueblo, en los que decidieron sobre el aeropuerto; 7) que la consulta, así como sus resultados, tienen grandes consecuencias negativas en el uso y abuso de las formas de democracia si no se hacen a través de un estricto apego de los principios de equidad, universalidad y representatividad.
Poner en duda la democracia cuando un millón de votantes sufraga y 84 millones de mexicanos no es casi una consecuencia lógica; sin embargo, se dejan de lado aspectos fundamentales: por un lado, que no es responsabilidad directa del gobierno que se avecina que tantos millones de mexicanos no hayan votado; en principio, esa responsabilidad recae exclusivamente en los que, pudiendo votar, no lo hicieron; por el otro, que se trata del comienzo de una nueva forma de gobierno en la cual se pretende que el pueblo comience a ser partícipe de algunas de las decisiones que le incumben.
Cierto, es posible que los mexicanos no estemos listos para ser partícipes activos de las decisiones del nuevo gobierno; una consecuencia natural si se toma en cuenta que, a conveniencia, no se nos ha entrenado para tales menesteres, razón por la cual, poco sabemos de democracia; poco nos importa y poco sabemos sobre el cómo involucrarnos: no podemos saberlo, no obstante, si primero no nos involucran; y luego, menos lo sabremos si no nos involucramos cuando nos lo piden, acciones que apuntan hacia una responsabilidad netamente compartida… Resulta entonces que el próximo gobierno nos involucra ahora: más allá de si creemos que hay un acto tendencioso detrás o que hubo defectos en la metodología, se abrió la posibilidad de que la razón popular se manifestase: votar tanto por una opción como por la otra; hubo ambas libertades. Sólo un millón respondió al llamado; de lo cual, sí, se sigue que, en efecto, ese millón se constituyó como el pueblo; un asunto del cual solo el pueblo restante es responsable, porque el llamado fue para todos.
Todo nuevo proyecto de nación, válgase la redundancia, comienza por algo: por un paso que no necesariamente es perfecto ni satisface a todos los involucrados (si es que el “todos” existe en la democracia). El primer paso, además, se hace grande si el objetivo es educar, como es el caso: forjar democráticamente a un pueblo que no ha sido partícipe de las decisiones que le afectan a sí mismo no es peccata minuta. En ese sentido, no se puede exigir “un estricto apego de los principios de equidad, universalidad y representatividad” en la etapa de construcción; no se puede porque carece de justificación. No es posible satisfacerlos sin la experiencia, sin antes discutir si existe algo de universalidad en tales principios o si acaso caben dentro del contexto político mexicano.
De cualquier modo, la supuesta universalidad poco importa frente a la circunstancia del país; uno al cual le urge la implicación, así como la educación política. Para cumplir con tan elevado objetivo, la consulta popular se yergue como una estrategia plausible; una que, con todo y sus fallas y supuestas obscuridades, es, per se, una forma democrática de constituir al pueblo como un partícipe directo de la toma de decisiones del México venidero.
No votar es, por el contrario, un acto que exuda todavía más fallas y obscurantismos; es suprimirse en los hechos, pero pretender escucharse en la polémica; en el discurso; en la retórica. Es suponer que se está en un plano más elevado de los que intentan edificar un nuevo piso; ¿no votar porque el método no satisface lo que algunos consideran debe regirse bajo estrictos principios universales desde el primer zarpazo? De ser el caso, poco o nada podría hacerse: México necesita, en efecto, una transformación que implica dar pasos modestos como prima facie, pero que tienen miras a un estadio más alto. No se va a lograr si, cuando se nos llama a participar, nos negamos; sea porque no se ve la relevancia; sea por la falta de perfección metódica; sea por apatía o sea por lo que sea: en nuestro ámbito, votar sigue siendo la mejor manera de anhelar una democracia verdadera, así como de ser partícipes efectivos del poder político.
No existen, pues, suficientes ni justificadas razones para negarse a votar. No mientras no existan otros métodos más efectivos que sustenten esta forma de aspirar a la democracia. Quien no vota, pierde fuerza argumentativa y moral: se anuló a sí mismo. Hay que acudir al llamado votando; luego, si la razón nos lo indica, observar de forma crítica la teoría, así como el método aplicado y, de ser posible, proponer las mejoras. No votar no es una estrategia legítima en el marco del México actual y es un error como pocos mover a otros en el mismo sentido: es invalidar la razón popular, un acto no solo inhumano sino políticamente macabro.
Fuente de la imagen: Klipartz