Calavera mexicana de día de muertos, mitad como calendario azteca, mitad con flores

¡No lo veas a los ojos!

Le gritaba así, suplicante, una madre a su hija pequeña, de unos cuatro años, que manifestaba su temor ante una figura que le parecería atemorizante: un hombre pequeño disfrazado de Chucky que estaba parado sobre un macetero mirando amenazante a todos los que pasábamos a su lado.

Me sorprendió la actitud de la madre: si la niña manifiesta temor por alguien disfrazado, ¿qué es lo más sensato?, ¿decirle que no hay nada que temer porque se trata de un personaje irreal que no puede hacerle daño, o, mejor, que “no lo vea a los ojos” (sabrá qué cosas podría transmitirle su diabólica mirada), tomarla del brazo y acelerar para alejarse lo más rápido posible? Comprendí entonces que el efecto Halloween es más serio de lo que pensaba. Está penetrando en nuestras entrañas de forma contundente.

Esto pasó hace dos años en la Ciudad de México, en la calle Madero, cuando, ingenuamente, fui al centro histórico en busca de altares de Día de Muertos así como de pan tradicional en una cafetería de antaño en la calle 5 de Mayo: para mi sorpresa, era una noche plagada de seres terroríficos; apenas quedaba rastro de la tradición mexicana: el ambiente siniestro, Jack el destripador, Jason Voorhees; Mike Myers; Freddy Krueger (héroes del terror estadounidense), zombis, hombres y mujeres con cuchillos enterrados, caras descarnadas, perros del mal, sangre escurriendo, etcétera, aunado a una especie de ambientación consentida por las autoridades en donde permeaba una escasa o nula iluminación, así como sonidos de terror.

Parecía claro que muchos queríamos salir de ahí mientras otros querían llegar. Caminábamos a paso lento por una calle saturada de gente, al tiempo que el ambiente se tornaba cada vez más siniestro. Algunos comenzaban a golpear las rejas de los expendios, lo que provocaba un sonido estruendoso; había sonidos de sierras eléctricas que te hacían sentir que, en efecto, alguien por atrás te perseguía; seres espeluznantes te seguían con la mirada o con el cuerpo y otros soltaban carcajadas malévolas. Parecía que habíamos entrado a la calle del terror.

Había familias enteras con niños pequeños, pero, particularmente, destacaban los jóvenes, los cuales, algunos, mostraban talento y pasión por asustar y verse particularmente sangrantes; otros, sólo hacían el ridículo tratando de encajar. Hay que reconocer que algunos de ellos hacen parecer que hay algo de atractivo en disfrazarse tal cual quedan los cadáveres de una inmensa cantidad de víctimas en México: ¡Muy bien!

Todo está perdido si a las nuevas generaciones no les interesa cuidar una tradición propia que fomenta valores como la convivencia pacífica y familiar, la aceptación y reflexión en la muerte, la sátira, el arte, la broma y el aprendizaje continuo, a través del recuerdo de lo que más amábamos de los que ya no están. Empero, se cambia por una tradición ajena que no sólo no fomenta valores perseguibles para tiempos tan vacíos y violentos, sino que parece que se burla de nuestra falta de dignidad, así como de la vida de miedo y sufrimiento que rodea a nuestra situación actual. Aquellos que gozan de vestirse como seres descarnados por una muerte violenta como si fuese divertido, ¿se han preguntado alguna vez si tiene algo de verdad?, ¿se trata sólo de una “divertida fantasía” o, de hecho, las morgues y fosas comunes en nuestro país están llenas de cadáveres sin sesos tal cual disfraces se venden por doquier?

Todo Halloween tiene que ver con la comercialización: fiestas de disfraces de terror, dulces artificiales a la usanza; deambular por las calles “para asustar”, pedir “dulce o travesura”, adornar las casas con calabazas, brujas y enormes monstruos luminosos, así como aparadores mexicanos llenos de una tradición extranjera con precios, muchas veces, exorbitantes. En la actualidad hay que buscar con empeño productos tradicionales de Día de Muertos con evidente desproporción.

Pretendo pues insistir cada año en la urgencia de demandar la conservación de nuestras tradiciones y de no intercambiarlas por otras que dejan muy poco al desarrollo de la mente, del espíritu y de los valores pacíficos: ¿por qué un país con una riqueza cultural tan inmensa como la de México tiende a desechar una de las tradiciones más bellas, extraordinarias y originales del mundo por una verdadera porquería? Supongo que, o nos estamos volviendo una porquería o no razonamos en lo absoluto: somos un país penosamente malinchista carente de dignidad.

Si todavía existen personas que están convencidas de que la tradición merece ser preservada, hay que unir fuerzas para lograrlo: poner a toda costa nuestro altar de Día de Muertos; apoyar la economía de los más necesitados al comprarles a ellos los productos típicos y no a las transnacionales; ser creativos; procurar la convivencia y el consumo de los alimentos tradicionales; hablarle de esto a otros y defender por qué debemos sostener nuestra tradición; protestar en las escuelas que piden que los niños sean disfrazados y no prestarlos a ello; explicar a los hijos, sobrinos, nietos, amigos, padres y hasta a maestros las razones; exigir en todas las escuelas, y en todos los niveles, que pongan sus altares y que los alumnos participen; ponerlos en los lugares de trabajo; poner carteles que formulen algo como “En este lugar fomentamos nuestra tradición de Día de Muertos”; “Prohibido Halloween” o cualquier frase que promueva la defensa de la cultura mexicana. Si se es asiduo en las redes sociales, inundarlas con demandas e imágenes de nuestros altares y tradiciones; y con ello, también, exigir a los gobiernos que impulsen lo que nos es propio y valioso, y que no nos hagan arrodillarnos, por manipulación o contra nuestra voluntad, a lo que el imperio ha determinado para el mundo entero, no sólo haciéndonos a su imagen y semejanza sino obligándonos a despreciar casi con orgullo lo que realmente somos.

Fuente de la imagen: Klipartz

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