Son los tiempos del absurdo. Somos contrarios y nos hayamos opuestos a la razón. Las reflexiones no tienen sentido: se critica lo positivo, se menosprecia lo negativo, se ignora la amenaza. Nos contradecimos. Se actúa y se habla de forma irracional, arbitraria; se perdió la cordura. En un momento histórico en el que se requiere que la ciudadanía se involucre en el poder político de modo extraordinario, se ha sumergido en el absurdo.
Comprometerse con el poder político supone una serie de actividades con las que el pueblo, a través de acciones claras como respuesta a las circunstancias que le afectan, interviene en los asuntos públicos. Se ha asumido, sin embargo, que en el involucrarse es válida y provechosa cualquier cosa: “ser crítico” hasta lo irracional e inútil (serlo, incluso, hasta transformarse en obstáculo); perder la noción del tiempo culpando al presente de las consecuencias del pasado; conceder el peso a las palabras y olvidarse de los hechos; aceptar las mentiras como verdades; la desinformación como la información: dejarse perder el juicio.
Se nos olvidó que razonar tiene un sentido; que esa capacidad humana tiene un propósito; que cuestionar la realidad aparente tiene un objetivo que implica, entre tanto, la supervivencia no sólo individual sino colectiva; se nos olvidó lo fundamental para concentrarnos en lo superfluo. Preferimos ignorar lo esencial, olvidamos hacer las preguntas correctas en búsqueda de las respuestas no sólo más objetivas sino las más beneficiosas.
Una parte importante del escenario político que nos embarga puede describirse así: “Las dificultades nacen en parte de las nuevas leyes y costumbres que se ven obligados a implantar para fundar el [nuevo] Estado y proveer a su seguridad. Pues debe considerarse que no hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer triunfar, ni más peligroso de manejar, que el introducir nuevas leyes. Se explica: el innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con las nuevas. Tibieza en éstos, cuyo origen es, por un lado, el temor a los que tienen de su parte a la legislación antigua, y por otro, la incredulidad de los hombres, que nunca fían en las cosas nuevas hasta que ven sus frutos. De donde resulta que, cada vez que los que son enemigos tienen oportunidad para atacar, lo hacen enérgicamente, y aquellos otros asumen la defensa con tibieza, de modo que se expone uno a caer con ellos. […] Hay que agregar, además, que los pueblos son tornadizos; y que, si es fácil convencerlos de algo, es difícil mantenerlos fieles a esa convicción […].”
Esto lo escribió Nicolás Maquiavelo en el capítulo VI de El Príncipe hace 500 años. En apenas cinco meses, hemos sido testigos de las consecuencias que trae consigo un cambio de régimen, así como las múltiples reacciones, muchas veces incomprensibles o sorprendentes, de los perjudicados e, incluso, de los que no lo son. Es fundamental comprender, pese a ello, que la modificación de algunas leyes se vuelve capital para impulsar un cambio en favor del Estado; no obstante, que esta acción es compleja, dudosa y peligrosa por sus implicaciones: modificar la dirección de cierto tipo de provechos es como quitarle a un tigre su presa cuando gozaba libremente del fruto de su caza. Intentarlo es espinoso, arriesgado y lento, inclusive podría ser mortal, razón por la cual, los análisis deben estar en la justa medida de las circunstancias en cuestión y no en el simplismo juicioso, tendencioso y manipulador.
El que promueve el mejoramiento social se convierte automáticamente en el enemigo de los que se favorecían con la permanencia de un antiguo orden. Por ende, cuando la herida que ha sido causada ha sido grande, la intensidad de la reacción es directamente proporcional: los ataques serán despiadados con el solo objeto de destruir; destruir a los protagonistas, destruir la transformación, destruir todo aquello que promueva el cambio; destruir la posibilidad: la intención opera desde muy diversas y variadas formas, así como desde múltiples flancos.
La apuesta está en permanecer unidos por una causa común, más el problema se incrementa cuando se comprende que las nuevas lealtades son endebles en tanto que están condicionadas a la contingencia de las circunstancias. Es menester resaltar el inmenso riesgo que existe de traición; perderlo de vista sería el error más grande por las consecuencias: aquel partido que sostiene el cambio es vulnerable en sí mismo; la atención y cuidado a este respecto son cruciales si no quiere ser destruido desde adentro: el caballo de Troya es una estrategia legendaria, infalible e implacable. Por su parte, el pueblo, tan frágil, volátil y desconfiado, también puede traicionarse a sí mismo: dudará de la verdad para creer en la mentira; se dejará impresionar por los payasos y la pomposa “rigurosidad analítica” de ciertos personajes; aceptará la censura sin oponer oposición; se preocupará poco por su mente y la generación de entendimiento genuino.
Para comprender y actuar en consecuencia sólo puede ayudarnos la razón. Nos hayamos en un momento complejo e intricado en el que sólo las capacidades racionales y cognoscitivas permitirán desarrollar un frente eficaz ante circunstancias insólitas e inesperadas, unas en donde el absurdo adorna un inmenso número de reflexiones, posturas, críticas, argumentos y acciones. La autocrítica y el esfuerzo diligente por aprender a pensar es una de las salidas; forzar al razonamiento para que sea eficiente en pro de la supervivencia, convencidos de que, hasta el pensamiento, que nos parece tan natural e inmediato, requiere de educación y medianía para que sea efectivo.
Toda revolución tropieza con serias dificultades por el simple hecho de serlo. Por ello, tenga la seguridad de que surgirán las más insospechadas dificultades y situaciones: habrá, pues, que derrotar una a una con enorme valor. No obstante, la única revolución que transformará el mundo es la que se libra con la propia mente, y esa es una lucha individual que impactará a toda la colectividad.
Fuente de la imagen: Klipartz