Ser maestro. ¿Qué es ser un maestro? Es menester pensar en ello; llevar la reflexión lo más lejos y llegar hasta lo más hondo. Sólo precisa intentar comprenderlo porque la afectación es de todos… Entre sus múltiples acepciones, el concepto “maestro” supone la facultad de enseñar un arte, un oficio o una ciencia, sea por mérito propio, sea porque posee el título o sea por las circunstancias. No obstante, se trata de los significados más menesterosos.
Poco me referiré a aquel individuo que enarbola la consigna de que “ser maestro” es quien tiene algo qué enseñar. Incluso, dejaré pasar la discusión a propósito de que sepa o no cómo hacerlo; a riesgo de que sea probable que, de este arte, el del saber enseñar, dependan las entrañas del asunto. Mas la habilidad de transmitir información se esfuma frente a la responsabilidad que tiene el maestro en la forja de seres humanos.
Ser maestro en su sentido típico, supone valores y aptitudes que ha dictado la tradición y no el sentido profundo que habría de surgir de la decisión honesta de ser partícipe en la labranza de otro ser humano, de la cual, como si se tratase de una deducción lógica, se deriva la más alta responsabilidad. No obstante, por regla casi absoluta, el maestro corriente ha ignorado la responsabilidad que carga sobre sus hombros. ¿Qué significa enseñar a otro ser humano?, la respuesta conlleva en sí la dimensión y el alcance de sus actos. Como no es posible referirse a ello en breve, lo haré, entonces, en extenso.
La formación de un ser humano, exige satisfacer múltiples, plurales y complejos requerimientos en su etapa de crecimiento. Cuando digo crecimiento, no me refiero, por ejemplo, a pasar de la niñez a la pubertad, sino a esa larga etapa que se vive fuera de casa y que supone alcanzar la preparación suficiente para adquirir las herramientas fundamentales para que el individuo pueda enfrentarse de manera equilibrada y saludable al mundo real. Sería modesto referir esta etapa, por tanto, desde el nivel preescolar hasta el nivel más elevado del postgrado, amén de que lo más probable sea que la referencia se quede bastante corta.
Omitir el tamaño del papel que desempeña el maestro en la creación de otro ser humano, supone la ignorancia y complacencia de una acción criminal. Esto es lo que quiero decir: que el maestro que lo ignora y actúa contra el alumno, ha incurrido en acciones criminales que deberían tomarse por delitos y castigarse con la ley. Cuando se comprende que el maestro posee en sus manos la condición de inconmensurable poder de construir o destruir a otro ser humano, un poder que, por si fuera poco, le fue concedido sin ningún mérito ni merecimiento y se atisban las consecuencias incomponibles de sus acciones sobre un individuo en formación, se comprenderá que aquí no existe exageración: los impactos de sus actos indebidos, inmorales y hasta maliciosos, deben castigarse con la ley y el juicio social.
La cantidad de casos en donde el individuo que está en preparación es deconstruído porque el maestro lo impulsó hacia una dirección obscura en lugar de a otra luminosa es inimaginable. Ello ocurre porque el maestro tiene el poder absoluto de dictar de innumerables, sutiles, directas, malvadas y creativas maneras el destino del que está a su cargo. El ejemplo más “pequeño”, empero, grande por su impacto en la psique, así como en la esfera emocional de un ser humano, es comprender el alcance de las consecuencias que resultan de ese momento en el que es el maestro quien le enseña al humano en construcción que “no podía”, que “era malo”, que “no servía”, que “no era digno”, que “no era capaz”, que “era tonto”, que estaba “perdido” o que eso que quería “era imposible o estúpido”, por dar unas muestras sencillas. Estas acciones que son sumamente frecuentes, son capaces de determinar el destino de un ser humano que apenas está aprendiendo a comprenderse así mismo, que todavía no sabe hacerse las preguntas y respuestas en su justa medida y menos aún comprende su posición en el mundo, uno cuya realidad todavía no puede imaginar y que nada tiene que ver con el color rosado: su posición, pues, es de absoluta vulnerabilidad. Por ello, así como cada vez surgen más voces de protesta en aspectos tan relevantes para la vida de otro humano como el que supone el abuso sexual y el abuso de autoridad, también tiene que surgir para denunciar el abuso psicológico, emocional y de poder que un maestro puede ejercer sobre otro, en razón de que las consecuencias son tan grandes como dolorosas e irreparables.
Háblese, pues, del tema. Háblese en voz alta. Discútanse todos aquellos casos en donde es el “maestro” quien decide su proceder según el designio de su tercer ojo, el cual le indica quienes son los alumnos “buenos” o “malos”, “prometedores” o “casos perdidos”; háblese de aquel que le da la espalda al alumno, el que le cierra las puertas, el que lo condena, el que transmite “conocimiento puro” al resto de los maestros, instituciones o hasta posibles empleos futuros para coartar los intentos del individuo en formación por salir adelante; el que incurre en chismorrea barata, el que fomenta o no detiene el bullying, el que se toma los problemas o las diferencias como algo personal; el que no descansa hasta lastimar, castigar o eliminar al alumno, el que lo obstaculiza y le cierra las puertas incluso al grado de destruirle su vida profesional o el que incluso es capaz de recurrir a los recursos legales para sacar al alumno de terreno de juego para siempre. ¿De qué malditos derechos goza el maestro para conocer la naturaleza intrínseca de otro ser humano en construcción, si ni siquiera se le puede saber de uno ya “construido”? Cuando un maestro incide en semejantes actos, lo hace sobre un ser humano que por naturaleza es frágil, aun cuando no le parezca que es así, lo es por condición orgánica o de estratigrafía social; ¿cómo puede, entonces, saber quién es un ser humano que se está formando y de qué moralina presume para determinar el destino que según él merece el otro?
Seamos honestos, las personas más trascendentes para el mundo no necesariamente han sido los mejores estudiantes en la escuela, los que nunca cometieron errores o los que jamás se metieron en serios problemas. ¿A poco no se ha percatado de la constante que muestra que muchos de los alumnos modelo, casi por regla general, y aun si se colocan en los mejores puestos, no representan ni fomentan un cambio real, sino que perpetúan los tradicionalismos desempeñándose como una tuerca más del engranaje en el turbio sistema? Los “mejores estudiantes” hacen lo que tienen que hacer, maravillando a sus maestros porque los tienen tranquilos y no les representan reto alguno; y cierto es que, si los alumnos son políticamente correctos, lo lograrán todo. Sin embargo, todos aquellos que hemos pasado por la educación tradicionalista, sabemos que, los títulos, las buenas calificaciones y un pase modelo por la escuela, no sirven de nada en el mundo real. Desgraciadamente, los alumnos aprenden a jugar a la segura desde las etapas más tempranas de la educación como garante del éxito, matando su potencial, así como sus hondos principios, desarrollando finas habilidades para garantizar posiciones, empero, no para decir la verdad y buscar hacer la diferencia, a pesar de que ellos también saben que algo anda mal.
Los alumnos extraordinarios, por su parte, exigen mucho más del profesor y la enseñanza porque la tradición no les sirve, les queda corta y les aburre, soliendo necesitar mucho más para poder desarrollarse de manera óptima. También pueden ser aquellos que están en desacuerdo con las autoridades y con las normas porque algo les inquieta, porque algo no les gusta o porque tienen otros valores que les indican que algo no está bien, empero, no cuentan con los recursos precisos para enfrentarse a aquella mole que impone el sistema educativo sobre sus hombros; pueden ser, pues, precisamente los problemáticos, temerarios, retadores, igualados y hasta groseros; suelen ser, curiosamente, los que tienden al “error” sobre todo de orden social y político. A pesar de ello, podrían ser éstos los que contengan en sus potenciales una tremenda genialidad, visión e impulso para cambiar al mundo.
Empero, en el ser políticamente correcto no se esconde la verdad; es, sin embargo, la forma de obtener el “éxito” en este mundo de pacotilla, más en esa exigencia no se encuentra lo que es mejor para la integración de un ser humano saludable y mucho menos todavía para el mejoramiento del mundo. En el ser políticamente correcto menos aún se esconden aquellas mujeres y hombres que realmente requiere el mundo para cambiar. ¿Cuántos casos existen de maestros que ponen trabas extraordinarias a los alumnos para que no pasen una materia, el año o no lleven a buen puerto sus investigaciones, entorpeciéndolas, abandonándolas, presionándolas, ignorándolas, robándolas o anulándolas como actos de venganza, diferencias personales o consideraciones del ego y no como respuesta honesta al desempeño académico o a la máxima exigencia en la búsqueda del conocimiento? ¿Puede imaginarse lo que esto significa para un individuo en formación? Si sí, hay que responder a estas preguntas en voz alta.
Por otro lado, es una contradicción que el maestro se deslinde de su responsabilidad en el desarrollo de la salud integral de los alumnos, frágiles por su naturaleza joven o inexperta, aludiendo a que esa es una tarea de la familia; todavía menos se justifica, si es por el prejuicio de que el alumno no vale la pena, es defectuoso o está corrompido naturalmente: por condición intrínseca, todo ser humano es potencial; por eso, todos aquellos que colaboran activamente en la formación formal de un ser en expansión están directamente involucrados con su salud y equilibrio psicológico, físico y emocional. No es que la familia no sea esencial, sin embargo, considere que esta no necesariamente posee las herramientas para garantizar el desarrollo integral del individuo, razón por la cual, manda a uno de sus miembros a la escuela porque se supone que el maestro y la escuela sí las tienen; con tal supuesto, confía en que su ser humano más preciado, adquirirá ahí lo que necesita para aspirar a otra suerte. Además, en muchas ocasiones, más de las que el corazón quisiera admitir, el ser humano no sólo no cuenta con el sustento familiar indispensable sino todo lo contrario; no obstante, pese a la dureza de tal situación, si se topa con un maestro sensible, sabio y humano, aumenta o garantiza sus posibilidades de sobrevivir. El maestro tiene en su poder la capacidad de impactar negativa o positivamente en aquel a quien dirige al grado de determinar el rumbo de su vida para siempre. Si no me cree, comience a escuchar con seriedad a los alumnos en todos los niveles; mejor todavía, escuche a todos aquellos que ya pasaron por ahí y fueron arrojados a la realidad sin un grano de esperanza.
La experiencia ha mostrado que la asimilación correcta del conocimiento formal depende más de una saludable condición anímica y mental que al revés. Aquel que estudia, más que un instructor de lo intelectual, requiere de un mentor sensible a su cuidado y de un fortalecimiento cognoscitivo, psicológico, emocional y espiritual, porque sólo de estos aspectos dependen la vida. Si se sigue pensando que el que prepara a otros es el que instruye a propósito de la transmisión de información, comete una atrocidad en contra del futuro: el papel que juega el maestro en la configuración de sujetos que deben constituirse con valores, con confianza en sí mismos, así como con la estabilidad, la fuerza, el temple y la sabiduría para enfrentarse a la vida es capital. Para habitar en este complejo orbe, muchas veces cruel y despiadado, el humano en formación necesita, particularmente, de una sana inteligencia emocional, así como del fortalecimiento continuo del espíritu; cualquier otra visión romántica y convenenciera del “aprender” y del “enseñar” o de la relación de poder entre el maestro y el alumno, lo que implica a los maestros e instituciones, es una falacia que tiende a la destrucción de seres humanos toda vez que fomenta delitos y crímenes de los que nadie resulta jamás responsable.
Sólo por los maestros sabios, responsables, cuidadosos, compasivos y sumamente humanos, nos hemos salvado los que, aunque con poca esperanza, seguimos dentro del terreno de juego. Sin embargo, tome en cuenta que a esos maestros la inmensa mayoría no se los encuentra nunca. Yo podría contarle mil historias. Sé que usted se sabe muchas más e, incluso, sé que entre los amables lectores, hay muchos que las vivieron en su propia piel; por ello, sé con certeza que comprenderá con precisión los alcances que devienen de este pequeño conjunto de letras… ¡Pobres padres míos!, usted no se imagina, querido lector, la cantidad de veces que mis maestros les dijeron a mis padres que yo no tenía las capacidades intelectuales requeridas, que no era lo suficientemente inteligente para enfrentarme a los retos que supone el aprendizaje de las materias de la escuela o que tenía alguna enfermedad mental. Durante toda mi trayectoria como alumna, desde la primaria hasta el “más alto nivel”, recibí sentencias por parte de algunos maestros que gozan del reconocimiento y aprecio de la comunidad, que fueron determinantes para mí: “¡esto es una porquería!”, “¿por qué no te dedicas a la belleza?”, “una niña de secundaria escribe mejor que tú”; “la escuela no es para ti”; “no tienes las capacidades para entrar a la universidad, mejor no lo intentes, sufrirás mucho”, “tú no tienes el talento para escribir”, “¡Esto es muy fácil!, ¿por qué no lo entiendes?” Especialmente resuenan en mis oídos aquellas ocasiones en donde mi maestro fue el que se burló de mí porque no entendía, el que me exhibió y el que compartió y fomentó la burla del grupo o aquellas ocasiones en las que él se reía a carcajadas frente a mí cuando fui víctima del gandallismo escolar (ahora “bullying”) o cuando en un momento clave de mi formación, mi maestro se dirigía a los suyos para exclamar: “pues yo no sé cómo le va a hacer, porque yo no le he enseñado nada”; ¡y estaba en lo cierto!, sufrí como pocas cosas para lograrlo y, la única verdad en haberlo hecho, es que una maestra sabia como pocas no me permitió claudicar.
Todos esos maestros tenían algo de razón; o siquiera, durante la mayor parte de mi vida lo creí; después de todo, ellos son los que saben, ¿no?: en efecto, no tengo capacidades geniales ni mucho menos extraordinarias, mi inteligencia es bastante común, nunca me he estado quieta, poseo la amenazante virtud de reírme mucho y por cualquier cosa, he sido irreverente, necesito que me expliquen más de una vez, me he arriesgado demasiado con comportamientos “incorrectos” dentro de la escuela y, por si eso fuera poco, mi interés verdadero por el conocimiento y la búsqueda legítima de formas que aporten al mejoramiento del mundo comenzaron apenas a mediados de la preparatoria. Antes yo sólo quería jugar. A nivel de investigación, mis alcances son de sumo modestos y, mi futuro, en ese sentido, pinta para el más bajo perfil; es sano, pues, admitir que yo no poseo el nivel cognoscitivo, intelectual, mental y emocional como otros seres humanos realmente brillantes que se destacan con sólo levantarse de la silla. También, por cierto, han tenido razón al decirme que no soy una escritora, que no sé escribir y que debería estar consciente de que mis textos no aportan nada, y, si hablamos de capacidad y de talento, también es cierto que yo no tengo esa madera; características que encajan muy bien con todas aquellas sentencias que recibí desde el nivel más básico de mi “formación”. Por si eso fuera poco, también han tenido razón al acusarme de irresponsable y una vergüenza cuando prefería encargarme de la enfermedad, la salud, la vida y la muerte de un ser amado, en lugar de entregarme de lleno a la carrera de los tiempos formales de entrega, que, según dicen los que saben, son reflejo sine qua non de la verdadera responsabilidad y capacidad de un individuo, prejuicios contradictorios con el flujo verdadero de la vida, así como con los de la verdadera investigación, que se caracterizan más bien por el movimiento, el cambio, el aprendizaje y la adaptación continua e interminable ante la vida real. ¿Sabe cuándo comencé a cuestionar que quizá ellos no tenían razón con la fuerza suficiente como para replantearme quién era yo en realidad?, cuando en los grados más altos me topé con un maestro sabio, grande e incomparable en toda magnitud, que me dio una versión de mí misma completamente contraria a la que me habían dado, al tiempo en el que me brindó un apoyo de valor incalculable por sus consecuencias: me cambió la vida; no porque ya tuviera un puesto que no tengo, sino porque me cambió la percepción de la realidad y de mí misma, encaminándome hacia una senda que jamás pensé que sería capaz de recorrer. Él ya no está en este mundo.
No le puedo enumerar la cantidad de veces que fui castigada, reprendida, hecha menos, sacada del salón y regañada por mi atrevimiento de contestar a los profesores, por incurrir en acciones incorrectas para lo que se espera del alumno modelo, por actos de rebeldía o por equivocarme con jonrón; le puedo asegurar que me han hecho pagar casi todas mis “fallas”, en donde, paralelamente, siempre me han hecho sentir que no poseo ningún valor y que me están haciendo un favor por no castigarme más duramente… Creo que la historia comienza más o menos desde tercero de primaria, al igual que ha sido con muchos otros niños que hoy ya son adultos y que hicieron lo que pudieron con sus vidas. Hace muchos años me salvé de la expulsión luego de decirle a la maestra que no tenía razón: me reprendió con fuerza porque, en alguna actividad en la que necesitábamos unas tijeras para cortar unos papelitos, yo no podía elaborarla porque le había prestado las mías a otra amiga de la clase para que ella sí pudiera hacer su actividad. Cuando se las pedí, ella no me las quiso dar; le dije que, si no me las daba, yo no podría hacer mi propia actividad. Cuando intervino la maestra, pensó que yo le quería quitar sus tijeras a ella; mi amiga, por supuesto, mintió y, entonces, me castigaron a mí. Recuerdo haberme enojado mucho para una niña de 7 años, lloré, grité, pataleé y le dije cosas ridículas para mi edad como que “se equivocaba y cometía la más grande injusticia”, ¡al mismo tiempo que la señalaba con el dedo índice!, y me expulsaron. Les dijeron a mis padres que yo era irrespetuosa, grosera, altanera, irresponsable y mentirosa, que no se podía trabajar con una niña como yo y que, por si fuera poco, no tenía la capacidad para comprender las materias porque tenía algún problema mental. Me aislaron del grupo y ningún profesor me dirigía la palabra. Gracias a los arreglos entre los adultos me permitieron volver, pero, aún hoy, siento algo en el pecho al recordarlo. Les dijeron a mis papás que el problema fueron unas tijeras. Casi 30 años después considero que el problema no fueron éstas.
Más interesante que lo anterior, ha sido cuando compañeros y amigos solían decirme: “quédate callada, no les digas nada, no vale la pena” o el típico, “diles que sí y ya”; todavía más curioso, ha sido la necesidad de algunos de mis maestros por proferirme las palabras y adjetivos más hirientes a causa de mis osadías o de mis errores, últimos que, como bien ya ha de suponer, han sido demasiado vastos y demasiado grandes. Sin embargo, aunque mi historia es abundante en anécdotas de este tipo, lo que debe quedar claro es que es insignificante frente a la historia de los individuos de verdadera mente, capacidad y espíritu grande que, aun mereciendo el máximo apoyo y orientación por parte de sus maestros para alcanzar la cima por su inmensa genialidad y deseos de aportar algo realmente significativo para cambiar el mundo, recibieron las respuestas más bajas, viles y ruines por parte de aquellos que tienen el poder de decidir quiénes sí y quiénes no: seres humanos que aportarían realmente al mejoramiento verdadero de la sociedad si recibiesen la oportunidad, así como la orientación sabia, no la recibieron ni la recibirán porque el maestro, juntamente con las instituciones a las que pertenece, les cerraron las puertas precisamente a ellos. ¿Por qué?
No puedo dejar de preguntarme, ¿le era realmente necesario al maestro herir y desalentar a los alumnos de inteligencia común como la mía y todavía más a los más brillantes y capaces? Y suponiendo que sí le era necesario, ¿por qué lo necesitaba? Creo que la clave está en la respuesta a esa pregunta, ¿por qué el maestro necesita proceder así? ¿Para qué? ¿Qué pasa si las sentencias de los maestros no encierran la verdad, en cambio, entrañan la más amarga e injusta intención de destruir a un ser humano en formación que, por naturaleza, tiene los más justos y mágicos anhelos, toda vez que se equivocará en innumerables ocasiones porque eso es lo necesario para crecer?, ¿cuántos seres humanos valiosos se han perdido por la irresponsabilidad de maestros que, con inmerecida autoridad, les han dicho a los alumnos lo que son y lo que serán? ¿Quién puede demostrar que el maestro es quien tiene el derecho de condenar a otro ser humano que está en una posición vulnerable ya nomás porque está en proceso de construcción? ¿Cuántos seres humanos se perdieron para siempre porque su maestro les dijo que no tenían la capacidad y hasta convencieron a sus padres de ello? ¿Cuántos se han perdido porque cometieron errores que tienen que ver más con el manejo de las relaciones sociales y de la política que con su potencial, capacidad, compromiso y entusiasmo? La cantidad es inconmensurable; es tan grande, que el solo vislumbrarla, entristece y enfurece al más duro corazón… O quizá sólo se trate de una estrategia: eliminar desde la gestación a todos aquellos seres humanos que potencialmente podrían superar al maestro y cambiar el orden que los puso en su inmerecida posición. Julian Assange dijo algo así como: “Hemos observado que cuanto más sólidos son los principios de una persona, menos probabilidades tiene de sobrevivir.” A pesar de ello, si se comprende que el costo humano y social es infinito, estará de acuerdo en la urgencia de hablar con seriedad al respecto, exponerlo en voz alta y exigir los derechos y castigos en forma de ley.
Sé que el maestro es capaz de identificar a aquellos seres humanos con los más altos potenciales y sé que sabe que ellos no necesariamente son los que encajan con los demás, sacan las mejores notas o los que no se meten en problemas, porque, si ha estado frente a un grupo de alumnos, sabe con certeza que se nota cuando alguien posee un halo especial; por lo tanto, ¿por qué intentar apagar su brillo? El alumno es inexperto e ignorante por naturaleza; no comprende el mundo y tiende a los errores por una condición orgánica, fundamental y necesaria como pocas cosas para el crecimiento saludable. Sin embargo, si recibe la orientación sabia, paciente, compasiva, responsable, consciente, cuidadosa y sobre todo humana en el momento preciso y de inflexión, alcanzará la cumbre con certeza y cambiará al mundo. Si el alumno se pudre, la responsabilidad es del maestro. Respóndase, ¿desde dónde comienza a podrirse el pescado? Desde la cabeza, siempre. Por las implicaciones, este tipo de actos en los que incurre un número ingente de maestros, deben ser exhibidos y castigados; destruir a un ser humano en formación debe entrar dentro de los más aborrecibles delitos… Al final, la paradoja del verdadero maestro es bastante simple, pues, el hecho mismo de serlo, lo obliga a ser eternamente el alumno más exigido.
Fuente de la imagen: Klipartz